jueves, 19 de julio de 2012

10/2/2012 Llegada a Cabo Polonio



Sigo admirándome de mi buena suerte.
Iba a Cabo Polonio algo preocupada por no tener reserva he hostal siendo temporada alta y un lugar muy pequeño.
Al descender del bus que nos dejó en la carretera para que vehículos que nos esperaban a la entrada del Parque Nacional, habilitados para poder circular por las dunas, nos llevara hasta el pueblo, conocí a dos encantadoras muchachitas uruguayas.


Al saber que era española una me dijo que trabajaba en la Embajada Española de Uruguay por lo que aproveché la circunstancia para decirle que como representante de los españoles en Uruguay debería socorrerme si me quedaba sin alojamiento.
Me ofrecieron compartir con ellas la estancia en una casa que habían apalabrado y dije que sí.

Cabo Polonio es precioso. Un brazo de tierra entrando en el océano con larguísimas playas a ambos lados rodeadas de dunas con un bosque al fondo que según me contó una de ellas era repoblación forestal de pinos que se hizo hace años y que ahora pretenden cortar porque perjudica la formación de dunas, característica principal de la zona.


Está compuesto de casas aisladas, bastante separadas entre ellas, blancas en su mayoría tipo ibicenco, con hierba verde entre ellas, no hay carreteras ni circulan coches excepto los autorizados para el transporte que circulan por sendas de arena y por la orilla de la playa.


No hay agua corriente ni electricidad. Los paneles solares proveen de la luz necesaria ayudada por candiles hechos con las garrafas de plástico con arena dentro para que no se vuelquen y poder sujetar la vela y perforaciones respiradero en lugares convenientes (muy práctico y ecológico).


El agua se recoge en bidones en los tejados que si no llueve los puede llenar el aguatero (dispensador de agua). En una casa vi que se proveían de energía eólica con un molino de viento en el tejado.
El tipo de gente que viene a veranear aquí es hippy o de cercana ideología y maneras, se fuman porros por doquier, los perros están por todas partes entrando en los pocos bares musicales que hay.
Pocos restaurantes junto al mar (se cuentan con los dedos de una mano) y algo de artesanía manual en la única calle que lo parece.


Me recuerda mucho la Ibiza que conocí en mis 17-18 años, era mi paraíso.

En un extremo hay grandes rocas, focas descansando y se pueden avistar ballenas.
El faro preside este pueblo de casas hechas de barro, de tetrabrik, de latón o de ladrillos las más aparentes.
Un par de colmados abastece cara y escasamente las necesidades de los que aquí estamos.


Nuestra cabaña, que es más barraca que casa, es pequeña pero atractiva.
Mis amigas son Maria Helena y Claudia. Las dos de 22 años, preciosas. Una de ellas tiene un hijo de cuatro años y está separada. Ambas son divertidas y muy diferentes de carácter, se nota que se aprecian mucho pues se conocen desde pequeñas.


Maria Helena tenía una casa allí de sus padres veraneando cuando era pequeña, desde entonces no había vuelto por lo que en nuestro paseo por las dunas soportando el fuerte viento que hacía que la arena se nos clavase en la piel como si nos pincharan con alfileres, no iba contando cómo era todo en su memoria.
Por la noche fuimos a cenar a casa de unos amigos de sus padres, un matrimonio ambos médicos vasculares con cinco hijos (dos ya emancipados) muy simpáticos. Son porteños (de Buenos Aires).
Ha sido una velada muy agradable al mor del lar de fuego.


Cuando quisimos regresar a nuestra cabaña no la encontrábamos lo que provocó grandes risas caminando en la oscuridad de la noche ayudados de la luz de la luna, una linterna y un perro que se brindó a acompañarnos en nuestro desorientado deambular.
Tardamos más de media hora en encontrarla. Estaba justo enfrente de la casa de sus amigos, a veinte pasos sin ninguna otra casa entre ellas.

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