viernes, 20 de julio de 2012

10/4/2012 En ferry a Santo Antao



No me he podido quitar de la cabeza a Rafael.

Ayer, cuando ya me iba a ir a la cama por el persistente dolor de tortícolis que pese al tratamiento quedó un dolorcillo remanente, recibí una llamada de él que me invitaba a cenar.

Como solo eran las nueve de la noche, me había caído simpático y creí que un poco de distracción me haría olvidar mi cuello, acepté.


Estuvimos cenando en un buen restaurante donde le conocía todo el mundo, no es de extrañar hace muchos años que viene por aquí y en estos sitios todos se conocen.

La cena fue exquisita y la compañía deliciosa. Rafael es un hombre risueño, con una sonrisa fácil que le marca, como a mí, unos hoyitos en las mejillas que con los años se han convertido en rayas, pero siguen siendo los hoyitos de la simpatía que así se les conoce en mi tierra.

Daba gusto mirarle como se le iluminaba la cara, los ojos, cuando me contaba sus historietas de la mar, rejuvenecían con ello.

Su conversación era amena, tenía muchas historias que contar y acompañaba sus palabras gesticulando mucho con las manos y con mucha mímica en el rostro.

Todo fue muy bien hasta después de la cena, tomando un café (él, yo infusión) en el precioso club marítimo de Mindelo se me ocurrió decirle que mi hermano también fue como él capitán de barco. Me dijo “¿fue?” y le dije que murió arrastrado por un coche cuando conducía su moto.


Fue como tocar un resorte, se quedó callado, las lágrimas acudieron a sus ojos, la cabeza baja, un movimiento espasmódico de hombros y tórax me puso sobre aviso que estaba llorando amargamente.

No quise preguntar, no quise interrumpirle en su dolor, la respuesta era fácil de adivinar. Estuvo así mucho rato soltando frases por las que ligué que su hijo se murió de un accidente de moto, que él no quería comprársela pero la madre y la abuela insistieron porque había aprobado los estudios.


Le pasó hace 8 años delante de la casa que tenían en la playa a la que pegó fuego después.

Rafael acababa de llegar de un viaje por la mar, lo encontró en el suelo decapitado, tuvo el valor de recoger su cuerpo y su cabeza totalmente separada y llevárselo en su coche, (no me dijo donde ni le pregunté).

Todo esto entre sollozos contenidos y lágrimas que yo compartía en silencio. Me dijo que ya no ha vuelto a ser feliz, que solo espera que un golpe de mar se lo lleve a él también, que cuando regresa a su hogar es un tormento pues cuando está lejos no piensa pero cuando ve a los suyos se acuerda intensamente del ausente.

Tanto dolor me dejó postrada. Sé que nunca se puede sentir lo mismo si no se ha pasado por ello pero mi imaginación y empatía me hace comprender su dolor perfectamente, aún es muy valiente de seguir adelante.

He llegado a Santo Antao con estos tristes pensamientos y deseándole en la distancia que encuentre su camino que pueda aliviar sus heridas……………….Quizá el nieto sea su tirita que cierre la herida.


Solo hay 45 minutos de travesía, ambas islas están muy cerca y el mar es calmo por lo que no ha sido necesario medicarme para el mareo.

De entrada he llegado bastante desorientada, he tomado un colectivo hasta Ribeira Grande donde está el hotel que tenía reservado.

Una vez instalada y sin un estado anímico propicio para interesarme por mi entorno, he dejado pasar el día paseando por sus calles y sumergida en la lectura de Carl Sagan intentando que la idea cósmica consuele la ausencia de los seres queridos, los míos y de los otros.

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